“Ser el último en pie siempre es difícil”
Crónica íntima de Igon Mancisidor en el Ibai-ondo Backyard
11/10/20253 min leer
Retrato exprés
Zumaia, Gipuzkoa. Primer Backyard. 40 vueltas —268,24 kilómetros— en las piernas. Más de dos décadas corriendo, casi siempre en montaña. Este es Igon Mancisidor Arruti, amante confeso de las largas distancias que decidió medir su paciencia —y su cadera— en un formato nuevo para él.
Un debut calculado
La inscripción no fue un arrebato: “Siendo amante de las largas distancias, había que probarlo”, explica. Sin experiencia previa en el formato Backyard, entró al corralito con una hoja de ruta sobria: entre 24 y 30 vueltas. “Y después, que el cuerpo hablara”. Soñar con ser el último en pie, admite, “siempre es difícil”. Más que ambición, lo suyo era curiosidad metódica.
Oficio y rutina: la base invisible
Su preparación no tiene artificios. “Entreno como todo el año, pensando en la montaña: 100–120 kilómetros semanales”. Este curso llegó con lesiones, pero la cabeza no flaquea: veinte años de oficio dejan callo. La estrategia, de manual: vueltas en 45 minutos para reservar margen, comer algo en cada salida y no dramatizar con la nutrición. “Alimentación normal”, repite, como quien confía en lo que ya conoce.
El bucle, la gente y el silencio
En el Backyard el reloj manda y el ritmo, contenido, invita a conversar. “Bien, normal”, dice de su relación con el resto; al principio, la charla fluye, luego cada uno negocia con su propio silencio. En la cuneta emocional, el público empuja sin medias tintas: “¡TOP!”, su veredicto. No hubo anécdotas de titular —“No”—, quizá porque la noticia estaba dentro: comprobar, vuelta a vuelta, que la larga distancia vuelve a ser su territorio.
Dolor, límites y una salida a tiempo
Si había un enemigo, no era el sueño ni el desgaste mental —“sin problemas”—, sino el cuerpo. “El dolor físico, en este caso en la cadera”. Y ahí apareció la decisión que distingue la cabezonería del criterio: parar antes de transformar una molestia en lesión. No fue un “quiero abandonar”, sino un “hasta aquí por hoy”. En un formato que glorifica la obstinación, Mancisidor eligió la inteligencia.
Lo que queda cuando se para el reloj
¿Qué le devuelve el espejo después de 268 kilómetros? “He vuelto a confirmar mi capacidad para la larga distancia”. Sencillo y contundente. La experiencia se le queda cerca: “Llevo el recuerdo en el corazón”, resume, con una familiaridad que encaja con su definición del día: “Un nuevo reto, en un ambiente agradable, haciendo deporte entre amigos/familia”.
Consejos sin épica (y con verdad)
Para quien mire la próxima edición con cosquillas en las piernas, su invitación es directa: “Si te gusta correr, sin duda: ¡a participar!”. No vende fórmulas mágicas ni promete grandezas; recomienda probar, escuchar al cuerpo y respetar los ritmos. Él, por su parte, quiere repetir: “Sí, si no hay lesiones”. ¿Internacional? “Quizá”. La puerta queda entreabierta, como corresponde a quien entiende que la ultradistancia se corre también en condicional.
Apunte para organizadores
La crítica constructiva llega con la misma sobriedad que su estrategia: introducir algún tramo de bosque o montaña, incluso disponer de dos circuitos, “y por lo demás, que sigan así”. El mensaje subraya una preferencia —la montaña— que dialoga con su biografía y con su manera de entrenar.
En su debut en el Ibai-ondo Backyard, Igon Mancisidor no buscó épica de película, sino comprobar hasta dónde le llevaba una planificación sensata. Llegó a 40 vueltas. Confirmó que la cabeza aguanta, que el público empuja y que, a veces, la victoria íntima consiste en saber parar. La próxima, quizá en otro bosque, quizá en otro país. La conversación, entretanto, sigue: una vuelta más, a 45 minutos por hora.





